Capítulo 6
Disfruta tu comida. Considera el matrimonio. Probablemente no fueran nociones mutuamente excluyentes, pero Emily se sentó y miró al hombre que las había sugerido. De seguro bromeaba.
Él había seguido a Tom para buscar unos llaveros de recuerdo y ahora estaba acuclillado junto al niño, así que sus cabezas oscuras estaban al mismo nivel cuando contemplaban la exhibición en el anaquel de cristal. Conversaban quedo, como si no le hubiera propuesto matrimonio a Emily cinco segundos antes.
¿O no lo hizo? Quizá ella se engañaba.
—Podrías casarte conmigo —le había propuesto Bob Duggan y ella no tuvo ningún problema para entenderlo, hasta supo que lo decía en serio. ¿Pero casarse con MacPherson? Seguro que existía la atracción, mas no podía imaginar que éste no se hubiera sentido atraído hacia otras mujeres en su vida. Con seguridad no les propuso matrimonio a todas ellas.
Emily trataba de morder su bocadillo y no podía lograr ni un mordisco. Se sentía como si pretendiera tragar el Monte Blanco.
Cuando huyó con Tom hacía dos días, fue por una simple razón: vencer a Alejandro Gómez, tratar de que se olvidara de ella y regresara a sus propios asuntos; de tal forma, ganaría tiempo y distancia para regresar a los Estados Unidos sin que los descubrieran, donde podría luchar en su propio campo.
Mientras tanto, se prometió que ella y Tom tendrían una vacaciones tranquilas.
¡Qué fiasco!
¿Casarse con MacPherson? La idea debía atraerla. La chica lo convenció de que actuara como su esposo y ella lo eligió. Pero lo observaba sonreír ahora, asentir a algo que Tom decía, echar la cabeza hacia atrás y reír y Emily sintió que su garganta se oprimía; experimentaba algo profundo dentro de ella que le dolía.
Maggie Copeland tenía razón: podían pasar como miembros de la misma familia si no supieran que no lo eran. Ambos tenían cabello oscuro y rostros delgados, aunque Tom tenía los ojos grandes como David, ojos inocentes color café, diferentes de los profundos ojos color azul marino de MacPherson. A Maggie Copeland le habían gustado sus ojos. Dijo que eran como los de su esposo Walter, un hombre fiel, casero. ¿Lo era MacPherson?
¿Qué sabía Emily de él? No mucho, que escribía novelas de espías, de éxito, que le gustaba viajar de un lugar a otro, apuesto, bueno con los niños y un hombre de acciones rápidas.
¿Quién en su cabal raciocinio consideraría la posibilidad de casarse con alguien a quien conocía tan poco? Debía reír, pero no lo hacía, tal vez porque no estaba cuerda, quizá porque la persecución de Gómez cobraba su cuenta.
Mac le pagó al cajero y junto con Tom, regresó. Apresurada, Emily bebió su taza de chocolate, pero no pudo terminar el bocadillo.
—Tenemos llaveros idénticos —le comentó Tom—. Y Mac compró uno para ti
—le pasó uno con una foto del télephérique—. Así siempre recordarás este día.
Al mirar ella a MacPherson trataba de adivinar la motivación detrás de esos decididos ojos azules y se preguntaba cómo se suponía que olvidaría.
—Eso fue… muy bondadoso de tu parte —cerró los dedos alrededor del llavero
—. Gracias —la miraba sonriente y vio unas llamas en la profundidad de sus ojos.
—Fue un placer.
—Yo quería al esquiador, pero Mac dijo que no —continuó Tom—. Dijo que mejor el télephérique, porque era más sig-ni-fi-ca-ti-vo —deletreó, recordando bien la palabra.
El niño esperaba que ella le explicara, mas Emily no lo hizo, aunque sin duda sabía lo que Mac quiso decir. Era un hombre peligroso.
Emily no le pidió que la besara al regresar y él no lo sugirió, pero mantuvo su mano sujeta; ella agradeció el calor de sus fuertes dedos y se preguntaba si le gustaría que la sostuvieran por el resto de su vida.
No le preocupó ni una vez más que el cable pudiera romperse o que las nubes sobre ellos soltaran sus rayos o que quedaran suspendidos sobre el mundo para siempre. Tenía cosas más importantes en qué pensar.
—Todavía no despiertas —le había dicho Howell—. Es por eso que me gusta fotografiarte. Es como ver a "La Bella Durmiente", antes del beso.
Con los dedos de la otra mano Emily se tocó la boca y pudo sentir aún el hormigueo de cuando los labios de él la acariciaron, como si la despertaran.
Se preguntaba qué pensaría Howell si la viera ahora. Estaba tan preocupada que apenas notó que llegaron a la parada en el Plan y salieron.
—¿Es aquí desde donde iremos de excursión? —preguntó Tom. Emily levantó la mirada asustada, pues lo había olvidado.
—Es decisión de tu tía —dijo MacPherson.
—Adelántate.
Él frunció el entrecejo.
—¿No vienes?
—Creo que bajaré parte del camino —señaló el funicular y la arruga en su entrecejo se hizo profunda.
—¿Sin besos? ¿Sin que sostenga tu mano?
Tom soltó una risita y Emily sonrió.
—Me las arreglaré.
—No sé si yo pueda —espetó MacPherson.
—Estoy segura de que estarán bien —dijo Emily en tono seco—. Tú tienes muchos recursos —se inclinó y dio a Tom un rápido beso recordándole que se comportara.
—Lo haré —le prometió con ojos brillantes por la excitación.
—¿Estás segura? —le preguntó MacPherson.
—Segura.
—Yo… —vaciló—. ¿No te asusta? —su preocupación hizo que Emily le sonriera.
—No, sólo necesito un poco de espacio.
—Bueno, si tú lo dices —no parecía convencido.
—Tú lo cuidarás bien y confío en ti.
Mac hizo una mueca.
—Bien —acordó después de un momento. Revolvió su cabello con la mano y cambió de un pie al otro—. ¿Nos esperarás al llegar abajo?
—Sí —Emily empezó a caminar hacia el teleférico.
—¿Emily? —ella miró sobre su hombro hacia él—. Entonces podrás darme tu repuesta.
—¿Te vas a Milán? —MacPherson estaba furioso. Caminaban por la Avenida Michel-Croz pasando frente al Museo Alpino, con Tom que saltaba adelante, rumbo al apartamento después de su excursión por la montaña. Emily le dio la noticia ahí, en lugar de esperar hasta que llegaran al apartamento. Le parecía más sensato.
MacPherson se quedó rígido y ella se detuvo junto a él.
—¿Qué tontería es esa?
—No es una tontería. Creo que es sentido común. Nos vamos por la mañana, pues no podemos imponernos a ti para siempre, ¿sabes?
—No lo sé —su voz era un gruñido, pero Emily lo ignoró.
—Mientras ustedes bajaban, fui hasta la estación e hice las reservaciones. Tengo amigos en Milán y …
—¿Y esa es tu respuesta? —inquirió él.
—Sí —lo era, la más segura y sólo esperaba que fuera lo correcto para ella y para Tom.
—En realidad eres cobarde, ¿verdad?
Emily se tensó al escucharlo…
—¡No lo soy!
—¿No? ¿Entonces por qué huyes? Huiste de Gómez, huyes de mí; se está convirtiendo en un hábito.
—¡No es lo mismo!
La expresión de MacPherson era desdeñosa.
—Bueno, quizá quieras explicar la diferencia.
—¿Por qué molestarme? —Emily se separó de él y continuó caminando—. Tú no lo dijiste en serio.
Eso decidió antes de terminar de bajar la montaña. Sin importar cuánto le gustara soñar que ese apuesto extranjero alto se enamorara de ella, sabía que no era verdad. Le tomó sólo un poco de espacio sacar de su mente los labios de MacPherson y recordar a Marc.
Necesitó el golpe del télephérique al detenerse, para volver a la realidad. Los hombres decían cosas como esa todo el tiempo y una vez que metían a la mujer en cuestión en la cama, convenientemente se olvidaban de todo.
Él caminaba ahora a su lado, con una mano sobre el brazo de ella, como si fuera a desaparecer si no tenía contacto físico con ella.
—Está bien —decía—, quizá yo lo tomé con demasiada prisa. Tal vez debí darte un poco más de cuerda.
—¡Darme un poco más de cuerda! —gritó Emily y él hizo un gesto.
—Mala elección de palabras. ¡Maldición, Emily! Me vuelves loco. No puedo pensar cuando estoy cerca de ti. Deseo… deseo… —no dijo lo que deseaba. Se lo demostró.
Ahí, en medio de la Avenida Michel-Croz, la tomó en sus brazos y la besó. Fue un beso tan hambriento como el que le dio en el telepherique, igual de demandante, aunque un poco más desesperado. Los dedos de Emily se aferraron al frente de su camisa. ¿Ella lo volvía loco?
—El sentimiento —musitó contra sus labios—, es mutuo.
—¿Entonces por qué te vas? —la retenía por ambos brazos y sus rostros estaban separados sólo unos centímetros. Los que pasaban murmuraban y reían y Emily apenas lo notó. No creía que MacPherson se hubiera percatado, ya que toda su atención la enfocaba en ella.
—Porque… tienes razón —dijo al fin—. Porque estoy asustada.
—¿De mí?
—No. Bueno, sí. De ti y de… mí —tenía que ser sincera. Él no le permitida alejarse si no lo fuera y en realidad es lo que ella deseaba.
—¿De ti? —levantó una de sus cejas oscuras.
—De lo que siento cuando estás cerca.
—¿Entonces lo admites? —inquirió él, sonriente.
—Sí, pero no lo comprendo. Yo…
—¿Es algo nuevo? ¿Excitante? ¿Tentador? —sonreía ampliamente.
—Sí —admitió reacia.
—Yo siento lo mismo —declaró Mac.
—No deberíamos —negó con firmeza.
—¿Por qué no? ¿Tienes compromiso? ¿No? —la joven lo negó—. Tampoco yo.
Así que dime, ¿por qué no deberíamos?
—No deberíamos hablar sobre matrimonio —insistió.
—¿No eres del tipo de chica que se casa?
—¡Por supuesto que sí!
—¿Entonces? —levantó sus hombros y extendió las palmas al preguntar—.
¿Entonces cuál es el problema?
Emily no podía expresarlo con palabras.
—Mira Emily. Eso es lo que quise decir antes cuando comenté que íbamos con demasiada prisa. Yo lo hice y quizá debí tranquilizarme, jugar un poco más antes de informarte cómo me siento.
De nuevo caminaban. Emily alcanzó a ver a Tom que iba bastante adelante ahora y que ocasionalmente regresaba a ver qué los demoraba. Se divirtió mucho en la excursión con MacPherson. Estaba extasiado cuando se reunió con Emily en la base de la montaña. Parecía dispuesto a hacerlo de nuevo al día siguiente.
—No mañana —negó Emily, pero no le dijo por qué. Ahora se preguntaba si había acipado de forma precipitada al hacer reservaciones para poder salir hacia Milán antes que tuviera que aceptar sus sentimientos hacia MacPherson.
Cuando David cortejó a Mari y encontró problemas con la actitud de su familia, Emily le preguntó si esa chica merecía el esfuerzo. Su hermano la miró como si hubiera perdido el juicio.
—No importa si tenemos que atravesar el infierno —le aseguró—, mientras salgamos al otro lado casados.
—¿No crees que si no te casas con Mari, puedes encontrar a otra chica? —
protestó Emily y David, incrédulo movió la cabeza.
—Nunca me sentí antes de esta forma con otra chica y jamás lo haré. Será Mari o nadie, Em. Quizá algún día lo comprendas.
Emily no lo hizo en mucho, mucho tiempo. No experimentó esa intensa atracción ni siquiera con Marc. La sentía o sospechaba que era así, con MacPherson y ese era el problema.
¿Sería posible que si se iba por la mañana estuviera destruyendo la oportunidad de ser feliz con el único hombre del mundo con quien pudiera serlo?
—No sé qué hacer —expresó en voz alta.
—¿Qué quieres hacer? —cerró los ojos y trató de imaginar el futuro, trató de verse a sí misma y a Tom y a MacPherson juntos. Cerró los dedos sobre el llavero y su corazón recordó el contacto con los labios de ese hombre. Él no era Marc. Él no le había mentido.
—Quiero —dijo quedo, pero claro—, darle al amor una oportunidad.
Eran las despreocupadas vacaciones que había soñado y mejores. Porque mientras ella y Tom caminaban, pescaban, nadaban y jugaban, MacPherson formaba parte de todo.
—No permitas que te molestemos —le decía Emily todos los días—. Debes escribir —pero MacPherson sólo movía la cabeza.
—Esto es más importante —le aseguró—. Esto es vida, no arte.
Así que nadaron juntos en una piscina que pertenecía a un amigo ausente.
Hicieron excursiones en las frías mañanas a lo largo de senderos que el Arve cortaba a través de las montañas. Dos veces MacPherson llevó a Tom a escalar, lo que hizo que los ojos del niño fulguraran y cansado, regresaba a casa, contándole a Emily historias sobre sus logros. Y la chica escuchaba agradecida y deleitada al verlo ser el niño que fue antes de la muerte de su madre.
Con el tiempo habría sucedido, pero no era del todo verdad. MacPherson tenía mucho que ver con eso: su interés, entusiasmo, paciencia y sentido del humor le daban a Tom una sensación de valía y confianza que Emily no habría podido ayudarle a desarrollar.
Esa tarde fue una muy especial.
—Necesito ayuda —les pidió MacPherson durante el desayuno—. Voy a hacer unas investigaciones y necesito consejos.
Resultó que tuvieron que hacer un recorrido entre las calles y sobre los techados de Chamonix. Mientras MacPherson y Tom se presionaban contra las paredes, se arrastraban por los canalones y luego corrían hacia el siguiente lugar para cubrirse, el trabajo de Emily era ver si podía descubrirlos.
—Pura tontería —les dijo riendo, después que ella los siguió por medio pueblo y finalmente los encontró esperándola en un diminuto café, con la comida ya ordenada.
—Por el contrario. Es un asunto serio, ¿verdad, socio? —preguntó MacPherson a Tom, que le sonreía a Emily, aunque respiraba agitado y sus palabras surgieron como jadeos.
—Yo también seré un escritor —expresó—. Es divertido; más divertido que nada —se volvió hacia MacPherson—. ¿Cómo llegaste a serlo?
—Empecé cuando era pequeño, tenía siete años.
Tom abrió los ojos.
—¿De veras? ¿Qué hiciste? ¿Arrastrarte por los canalones y subir a los techos?
MacPherson rió.
—Sin nada de eso. Nada real —le comentó y destruyó las esperanzas de Tom—.
Me enviaron a la escuela y la odiaba, así que decidí luchar en vez de rendirme, determiné hacer lo mejor posible, de acuerdo a lo que me dijo mi padre e imaginé mi forma de escapar.
Emily lo observaba, una expresión pensativa cruzaba su rostro y pudo capturar indicios del niñito solitario que debió ser.
—Escribí mis sueños para salvarlos. Eran más interesantes que mi vida real —le confío a Tom.
—¿No publicaste tu primer libro muy joven, verdad? —le preguntó Emily—.
Quiero decir, que no fuiste "precoz". No recuerdo haber leído que lo fueras —añadió apresurada al sentirse un poco tonta.
—Para nada. Mi primer libro salió poco antes de mi cumpleaños número treinta. Ahora tengo treinta y cinco y sólo he escrito tres.
—¿Te pasaste todo ese tiempo escribiendo sin publicar?
—No. Nunca supuse que sería un escritor.
—¿Qué suponías que serías? —él sabía mucho sobre ella, pero no había comentado sobré sus propios antecedentes. Emily sentía interés en indagar lo que pudiera. El camarero llevó la pizza que ordenaron y MacPherson cortó un pedazo para cada uno de ellos antes de responder.
—Se suponía que yo sería una astilla del viejo tronco y debía entrar al negocio familiar, con trabajo arduo por delante.
—¿Y lo hiciste?
—Después de un tiempo. Pasé unos años atrapado en el servicio de la Marina Real de Su Majestad, tratando de evitar lo inevitable. Pero como no podía quedarme ahí para siempre, finalmente fui a trabajar y en mi tiempo libre, escribí. Mi padre no estaba complacido.
—Apuesto a que ahora está orgulloso de ti.
—Mi padre está muerto —asentó MacPherson—, y jamás me dijo que estuviera orgulloso antes de morir.
Emily puso una mano sobre la suya.
—Debió estarlo —murmuró suavemente y la boca de MacPherson se torció en un gesto.
—Siempre lo pensé.
—¿Se enfadaba contigo cuando eras un niño? —inquirió Tom. Obviamente pensar que MacPherson pudiera haber molestado a alguien, lo intrigaba.
—Cuando no hacía lo que él pensaba que era correcto. No aceptó mis ensoñaciones por mucho tiempo, créeme. Un par de malos reportes y supe que era difícil sentarme —hizo un gesto ante el recuerdo y se movió en la silla—. No sueño muy bien de pie, así que me puse a trabajar.
Emily sonrió.
—Pero ahora escribes.
—Cuando tengo tiempo. Todavía administro el negocio familiar.
—¿Qué es?
—Electrónica, que no es exactamente mi fuerte, pero no tuve alternativa. Desde que él murió es mi responsabilidad. Mi madre no sabe hacerlo y nunca se involucró, porque no era su papel.
—Seguro que tu prefieres escribir y podrías hacer que alguien se encargara — protestó Emily.
—Podría, pero no lo haré. No estuve de acuerdo con él en muchas cosas, más en esto tenía razón. Contratar a alguien que haga tu trabajo nunca funciona tan bien como si lo haces tú mismo. Es un asunto de orgullo familiar, pero es también porque mi madre depende de mí —comentó sin lamentarse, como si hubiera aceptado hacía mucho tiempo las demandas que su familia le hacía.
—No sé si yo pudiera —declaró la joven.
—Ya lo haces, ¿no? —la mirada de Mac volvió brevemente hacía Tom antes de encontrar la de ella de nuevo.
—Estoy aquí porque quiero, no por una obligación —aseguró Emily con firmeza.
—¿Quieres decir que no te gustaría estar en Monte Carlo o París en este momento?
—No —ella sonrió.
Él volvió su mano y enredó los dedos con los suyos. Su rostro estaba iluminado con la más tierna sonrisa que hubiera visto.
—No, Emily Musgrave, supongo que no.
A veces se preocupaba por lo que Tom sentiría cuando terminaran las vacaciones y ellos y MacPherson separaran sus vidas pero, día con día, eso le parecía más remoto.
Empezó a pensar que ese hombre, en realidad, quería casarse con ella y lo aceptaría. Lo que más la hacía sentir de esa forma era que él no se apresurara a hacerle el amor.
Cuando no recorrían Chamonix en alguna "investigación", leían, reían charlaban o cocinaban, los tres juntos, en el apartamento de MacPherson y la conversación se enfocaba más en la niñez de Emily, sus días de escuela, la manera en que ella y su hermano pasaban la Navidad y vacaciones de verano, que en la posibilidad de que MacPherson y Emily compartieran una cama.
Por supuesto, la única cama que él podía ofrecer compartir con ella estaba en la habitación que ahora compartía con Tom, ya que en el dormitorio de ella desde esa primera noche, él no puso un pie.
No era porque no estuviera interesado, al menos eso pensaba Emily, ya que las miradas que le lanzaba, los contactos que se detenían más de lo debido y las sonrisas que derretían su corazón, le decían que Mac la deseaba mucho, pero que no se apresuraría, no lo volvería a hacer. Él esperaba que ella diera la pauta.
Ya tenían siete días desde su llegada a Chamonix, los siete días más perfectos de la vida de Emily y ahora se sentía complacida de no haberse dejado llevar por el pánico y huido a Milán; estaba contenta de quedarse, de haberse arriesgado.
Amaba a MacPherson, era el momento de admitirlo. Durante siete días se sintió modesta, circunspecta, cautelosa mientras llegaba a conocerlo, a comprender sus sentimientos por él y ahora lo sabía.
No estaba segura de cuál suceso hizo cristalizar sus pensamientos y no podía señalar el momento en que supo lo que su corazón deseaba.
Por supuesto, se dijo en la mañana, al vestirse y peinarse, que quizá él no sintiera lo mismo. Tal vez lamentara haberlo sugerido y no estaba segura de cómo manejar el asunto.
Uno no podía abrir una charla preguntando: ¿Recuerdas cuando sugeriste la posibilidad de casarte conmigo?
Había algo diferente en la forma en que actuaba desde el momento que la puerta del dormitorio de MacPherson se abrió. Ella estaba sentada a la mesa y bebía una taza de café, tratando de ordenar sus pensamientos y su súbita aparición, aunque no inesperada, la hizo derramar el líquido sobre su vestido.
—¡Oh, cielos! —se puso de pie, con el rostro ruborizado.
—¿Estás bien? —inquirió él al lado de la chica.
—B-bien —secando las manchas color café, comenzó a dirigirse hacia su dormitorio—. Estoy bien —le aseguró. Necesitaba espacio, distancia, algo para mantener la cordura, aunque no lo obtuvo, pues Mac la siguió hasta allá y sus dedos desabotonaron su vestido mientras que ella lo intentaba inútilmente.
—No tienes que hacer eso —balbuceó y trató de alejarlo, pero él movió la cabeza.
—¡Oh, sí! Claro que sí —dijo él.
—Yo… —como no podía mentir, añadió—: Sí.
MacPherson sonrió puso un dedo bajo su barbilla y la levantó para encontrar sus ojos y los suyos eran tan azules como el océano, pero nada fríos.
—Eso esperaba que dijeras —le susurró—. ¿Lo harás?
Emily entendía lo que le preguntaba y sabía cuál sería su respuesta.
—¡Oh, sí! ¡Sí te amo!
Era una noche de luna llena, la luz plateada se derramaba por las montañas y a través de las ventanas abiertas del dormitorio de Emily, iluminaba la amplia cama y a la chica que yacía acostada en medio, sola. Ya no estaría sola por mucho tiempo.
Eso lo sabía.
Todo el día sintió esa creciente necesidad dentro de ella que la llenaba de hambre, con una intensidad que nunca experimentó antes. Cada sonrisa, cada contacto era un portento, una promesa. Pasaron el día como lo hacían a menudo, nadando y yendo de excursión con Tom; luego éste y Emily cocinaron la cena mientras MacPherson escribía; los breves momentos que compartieron en su dormitorio, sellaron las cosas entre ellos.
Había anticipación en la sonrisa de MacPherson, hambre en su contacto, una mirada con promesas cuando acarició su brazo y besó su cabello. La anticipación le prometió una noche más que dulce y ella disfrutaba la espera. Pensaba en eso cuando paseaban y nadaban con Tom; era como el paraíso, perfecto y regocijante al mismo tiempo. Y saber que sería de ella, de ambos, para siempre, resultaba demasiado increíble.
Ahora Tom estaba acostado en su cama, ella se había bañado y puesto un camisón blanco de broderie anglaise y podía escuchar a Mac al otro lado de la puerta, silbando suavemente, mientras tomaba su ducha. Trató de imaginarlo desnudo, con su cabello oscuro pegado al cráneo y recordó la forma en que la miró en la piscina esa tarde, así como el hambre que brillaba en sus ojos. Y Emily se sintió arder al recordarlo.
Entonces la puerta se abrió y la luz de la luna dibujó la silueta de su cuerpo.
—¿Emily? —parecía más alto, con su cabello oscuro húmedo, sus angostas caderas cubiertas por una toalla.
—Estoy aquí —le dijo sin temblar. Él se acercó al pie de la cama observándola, todavía sonriente, mas su rostro estaba tenso y percibió un hambre que igualaba la propia, en el brillo de su mirada que la recorrió, casi desvistiéndola. Al mismo tiempo sintió que él apreciaba el suave algodón que la protegía de su vista.
—Eres hermosa —declaró con voz ronca—. ¡Tan hermosa!
Y por primera vez en su vida, Emily sintió que realmente lo era. No se sentía ni extraña ni consciente como cuando modelaba; tampoco explotada, como Howell acostumbraba decir: "buenos dientes y huesos".
Mac la veía, a la mujer entera, y la amaba aun sin tocarla, como era. Entonces estuvo a su lado, amándola con las manos y la boca. Extendió el cabello de ella sobre la almohada y se apoyó en sus talones, luego se estiró hacia atrás para admirarla bajo la luz de la luna. La acariciaba y dejaba que sus dedos se deslizaran por los hombros, por sus clavículas, sus senos.
Y Emily, de pronto sin aliento, se estremeció jadeando en busca de aire. Sus propias manos subieron y capturaron las muñecas de él, se deslizó entre sus brazos, amando la sedosidad del cabello, la suave sensación de sus hombros y del vello rizado sobre su pecho, donde metió los dedos despacio, hacia abajo, para apoyarlos contra el nudo de la toalla.
Él también se estremeció y se mordió el labio. Después soltó una temblorosa risita.
—Me conviertes en salvaje. He deseado esto durante días.
—Yo también —susurró Emily porque era verdad. Toda la necesidad que sintió desde que lo vio por primera vez, de ser conocida por alguien y compartirlo todo con él se había acumulado dentro de ella durante toda su vida, y culminaba ahí y en ese momento.
Cuando MacPherson asió el dobladillo de su camisón y lo levantó con dedos temblorosos, la chica alzó su cuerpo para ayudarle a quitarlo. En el momento en que lo escuchó retener el aliento ante la vista de su desnudez, ella quitó el nudo de la toalla en su cintura y soltó una fuerte exhalación.
—¿Qué te digo? —su voz sonó entrecortada—. Te deseo tanto, te necesito tanto.
Emily también lo necesitaba. Extendió sus brazos y él se acurrucó en ellos deseoso, con las manos moldeando su cuerpo al suyo, haciéndola vibrar donde la tocaba, provocando que su corazón cantara mientras ella enredaba los dedos en su cabello y deslizaba su pie a lo largo de la fuerte pierna.
—¡Dios, Emily! ¿Qué me haces? —la besaba y donde sus labios la tocaban, la hacía suya: sus mejillas, hombros, senos y estómago. La joven se retorcía bajo él, ansiosa por la liberación, conociendo el hambre y necesitando la satisfacción.
—¡Mac! —lo tocó y lo sintió estremecer.
—Em, no, todavía no. Tú no estás…
—¡Sí! —lo urgió—. Sí, lo estoy. ¡Sí! —y le mostró qué tan lista estaba, tirando de él hacia abajo, entre sus piernas y más cerca, guiándolo a casa.
Mac inclinó la cabeza y tocó con su frente la de ella, besó su mejilla, después sus labios y entonces empezó a moverse.
Era un ritmo tan viejo como el tiempo, tan nuevo como el momento, tan perfectamente sincronizado, como los dos lo deseaban. A Emily le parecía como si girara en un mundo incoherente hacia otro espléndido y perfecto. No podía imaginar de qué se había preocupado. Ni pensar que hubiera dudado.
La chica sólo estaba contenta de haber esperado por lo que importaba, por lo que era correcto, porque llegara el hombre perfecto para ella, para darle nuevo significado y propósito y convertir su vida en una maravilla.
—Te amo —susurró contra su cabello húmedo—. Te amo —dijo contra la suave mejilla rasurada—. Te amo —musitó contra sus labios.
Y MacPherson descansó su cabeza contra los senos, curvó una mano contra su cadera y suspiró profundamente, relajado:
—Gracias a Dios por eso.
Era poco después del mediodía cuando sonó el teléfono. MacPherson estaba en el jardín jugando a la pelota con Tom. Emily se apoyaba en el alféizar de la ventana y observaba a los hombres de su vida. Suspiró cuando él teléfono llamó por segunda vez. No quería contestarlo. Nada en ella deseaba romper ese idílico momento.
Pero la vida no era sólo vacaciones. Por todas esas "investigaciones" que hacían, sabía que MacPherson había dejado su trabajo unos días para estar con ellos.
Comprendía que tenía que trabajar duro para ponerse al día y no por sus escritos, sino por el negocio familiar que sin duda en este momento exigía su tiempo.
¿Qué tipo de esposa sería ella si le negara a la madre de él su medio de vida?
Levantó el auricular y una culta voz británica dijo:
—Gómez, por favor —Emily asustada, pasó saliva.
—Temo que tiene un número equivocado. No hay nadie aquí con ese nombre.
—¿Es el…? —dio un número despacio y con cuidado. Emily miró el que estaba anotado en el teléfono.
—Sí, ese es.
—Entonces tengo el número correcto, señora —continuó la voz—. ¿Sería tan amable de pedirle al señor Alejandro Gómez y MacPherson que venga al teléfono?